El gato sobre la cacerola de leche hirviendo
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Un buen día, decidí hacer una novela. Porque sí. Quizá entendiendo que era lo natural, que tocaba o que después de tantos cuentos y poemas sería algo así como seguir la evolución natural del oficio. Puede que todo eso fuese cierto a la vez. Comencé sin plan preconcebido, un modo de escribir que ahora me resulta descabellado pero que entonces funcionó de inmediato: las palabras surgían con facilidad, las ideas estaban ordenadas y los personajes se empezaron a comportar con autonomía, algo que me extrañó pero que, a la vez, me fascinó de inmediato. Supongo que, en realidad, lo que ocurrió es que llevaba muchos años escribiendo ese texto: no es que no necesitara mapas, es que los mapas los tenía en la cabeza. Lo cierto es que me sentí como el lector de mi propia novela. De modo que me sobrevino el mandato de desaparecer como autor. Y de eso fue esa novela, nivola, cuento largo… yo qué sé. A mí me sigue pareciendo que es una novela, pero tampoco se me antoja necesario defender tal postura. En resumidas cuentas: el autor desaparece y los personajes quedan desamparados. Miedo a la existencia, que en su caso es miedo al folio en blanco, o a la palabra FIN, o al sacrosanto Autor…Pues de eso va este texto, muy querido por mí, inaugural, que escribí escuchando jazz todo el tiempo. Y eso, a su modo, creo que se nota.
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