Como un perro lazarillo al final del invierno y ahora que las barandillas y los bancos de piedra no están congelados, ni los de madera hundidos en la húmeda neblina nocturna, me relegan, y me retraigo como la carne quemada se retuerce antes de hacerse ceniza y polvo, en una sucesión de curvas débiles e irregulares, próximas a la destrucción de sus facciones hundidas.
Caigo. Como un muerto ladro, muda, el silencio de los otros que no me cabe ya dentro y he de expulsarlo lamiéndome mi propia otredad; acaparando los sentidos que no son sino graznidos estertóricos de la gran ave muerta que ha regresado al no lugar y se regodea en su propia ausencia.?